El Teatro Rigoberta Menchú acogió el pasado sábado la obra teatral La última boqueá, con el guion y la dirección de Selu Nieto y las interpretaciones de este mismo, María Díaz y Pablo Gómez-Pando.
Al inicio se nos presenta como una comedia de velatorio, con la expareja del muerto representada por María Díaz, un camarero por Pablo Gómez-Pando, un amigo, por Selu Nieto y un muerto como un esqueleto petrificado vestido y amortajado en redes de pesca cubiertas de polvo, que adquiere gran protagonismo por los vaivenes a los que se le somete: es volteado en procesiones, es sentado en una silla en el medio del escenario, se escurre y se cae, a veces se tira al suelo, pero siempre es colocado en el punto central de la conversación.
Es en sí una comedia que en su degeneración y dentro de lo absurdo de las conversaciones y las situaciones, va revelando un drama de tintes macabros. Los diálogos se alternan llegando a atascarse en un bucle constante. Los temas se cambian y al rato se vuelve a estar en el punto anterior, dando la sensación de no avanzar en el desarrollo de la representación.
En este bucle resulta imprescindible la intervención de la música, que aparece como un elemento disruptivo que marca los cambios de escena y de iluminación. Los tres, sumidos en un estado de embriaguez que no cesa, se desenvuelven en una escenografía muy acertada. La isla se delimita en un redondel lleno de corchos que el camarero va barriendo. Las sillas se alternan de un lado a otro y una lámpara llena de botellas de vino es continuamente utilizada. El vino corre y mancha el vestuario, las mesas y el suelo sin que nadie se inmute.
La angustia del escenario y la luz
El sonido del mar -con un audio velado de fondo- contribuye a reforzar una situación en la que la iluminación es clave. De tonos naranjas pasa a azules, éstos se contraponen a tonos rosáceos y todo se apaga. Las luces cenitales crean un ambiente de angustia en el que se remarca el polvo que se levanta. Una luz lateral simula un barco y los personajes, que podrían parecer muy limitados, tienen atisbos de lucidez: “¿Es verdad que se pueden alcanzar horizontes?” “El horizonte está ahí. Lo vemos, pero no lo tenemos.”
La risa del espectador se va apagando paulatinamente dejando paso a la incomodidad y la angustia que da la claustrofobia de una isla que se va reduciendo por momentos. Ante todo, se encuentran amenazados por la inminencia de un mar sobre una isla en la que se sienten atrapados, pero de la que no se atreven a salir: “en esta isla lo teníamos todo, qué tiene el mar que yo no tenga”- le reprocha continuamente la amante al muerto.
Todo ello, sumido en una espiral de autodestrucción llevada a cabo por los propios personajes que lidian con el duelo de un muerto que está y que no; con sus recuerdos de otros tiempos felices que ni mucho menos lo fueron tanto: “a ver dónde está lo felices que éramos que no lo veo” se lamenta en su interpretación Marta Díaz, con la respuesta continua de Selu Nieto: “sufre, disfruta el momento que esto no lo vas a vivir más veces”.