Una obra de arte, en mi opinión, sea cual fuere el soporte de la misma, nace de su creador-a, el cual o la cual la fertiliza por medio del oficio, la técnica y el esfuerzo. El fin último de dicho empeño debiera sustentarse en provocar belleza en los sentidos de quien la ingiere, avivar éstos, conducirles a un estado de gracia que les induce a emerger, con soberanía orgánica, por encima de los muros anodinos de la inercia.
Por otra parte, toda obra de arte es un jardín que debes perfumar con tu propia presencia activa: el autor únicamente aporta el pretexto, la idea formal, cargada de espíritu, «el suyo», llámese poema, pintura, escultura, arquitectura, música, fotografía, teatro, narrativa, etc. Dicho vergel acabaría sus horas crustáceas, permitidme la expresión de textura visual, en el espejo estéril de los charcos, como buen narciso, una vez que los rayos poderosísimos del astro sol lo sequen, diluyéndose bajo el país irregresable de la nada. Así que la auténtica función de los individuos que paladean la mencionada «ambrosía humana», que como un bien impagable les alcanza, consistiría en ir regando con su propia agua intelectual emocional y luminosa la consiguiente propuesta materializada por el «perito en arte» en cuestión..
El objeto «estético» mancillado de vida fallece de sed e inanición si el espectador no lo vivifica, acunándole y, cómo no, mostrándole la mecánica de andar, casi biofísica, por el ancho mundo- reincorporándole de sus tropezones si los hubiere, que inevitablemente los habrá-, pero, a la sazón, confiriéndole la absoluta autonomía que cualquier ente que existe requiere.
Una obra de arte, para quien esto suscribe, en sí misma, no es nada sin el imprescindible y necesario diálogo mantenido con otro supuesto interlocutor, que contribuye con su inimitable idioma inherente- «la patria del hombre«, en «términos verbales» tipificado en palabras de Unamuno- a indultarlo del mundanal destierro, confiriéndole su particular voz inigualable y adhiriéndole como alma de su alma, carne de su carne.
Sin embargo, la belleza es el envoltorio sutil de una flor que, implacablemente, contiene y escuda el aroma esencial de la ética y la moral, <condiciones a priori> que «kantianamente» las especifican y definen.
Santiago Gómez Valverde
Leganés, a ocho de abril de 2020