Han pasado cuatro años. Cuatro dolorosos y torturadores años. Se han cumplido cuatro años desde que un vídeo corrió como la espuma por todos nuestros móviles: una madre y su hija compartían risa nerviosa al darse cuenta del cambio de hora.
-Tendremos una hora más, ¿para qué? Para seguir encerradas.
La pandemia nos atravesó a todos. No voy a descubrir nada nuevo cuando digo que todos nos vimos afectados por un confinamiento que nos vino grande, que nos trajo muchas y malas consecuencias. Y por una pandemia, una enfermedad, que asoló Leganés. Hubo miles de muertos pero hubo muertos de primera y de segundo. Esto no lo digo yo, lo dicen las conclusiones de La Comisión por la verdad en las residencias de Madrid.
Las 7.291 personas que perdieron la vida a causa del COVID, ingresadas en las residencias, fueron muertos de segunda. Fueron personas de segunda. Eran mayores. Iban a morir de todos modos…
Fueron padres, madres, hermanos, cuñados, suegros que perdieron la vida sin que nadie hiciera nada por ellos. Sin que sus cuidadores o sus familiares pudieran hacer nada por ellos. Cuidadores que no solo no tenían medios para ayudar a sus residentes sino que no tenían medios ni para cuidarse a sí mismos.
Es cierto. Nadie pudo prever lo duras que fueron las consecuencias de este virus. Nadie conocía los síntomas y consecuencias que tenía infectarte con él. No se sabía nada. Ahora se sabe… casi nada.
Durante meses muchos vivimos con la única preocupación de no salir de casa. Eso quienes no teníamos a nadie en una residencia para mayores. En Leganés eso era un riesgo mortal. No puedo evitar emocionarme cuando recuerdo aquellos meses. Haciendo mi labor de periodista cogía el teléfono casi diariamente a familiares, a hijas -sobre todo a hijas-, de residentes de las siete residencias de Leganés. El dolor de cada llamada me atravesaba. El sufrimiento y la desesperación de cada familiar que no conocía en qué situación se encontraba su padre, su hermano, su suegro, su tío, o su cuñado, me taladraba.
Cada llamada, cada conversación era más dolorosa y más potente que la anterior. Yo no lo sabía pero en ese momento, esas palabras me tatuaban el alma. Se han quedado conmigo todas y cada una de las conversaciones que tuve.
Han pasado cuatro años. Cuatro dolorosos y torturadores años. Y no se me olvidará la voz entrecortada de los familiares contándome su historia. Pidiéndome que todo el mundo supiera el dolor y la desesperación que estaban sintiendo. No fueron ni uno ni dos ni tres los que me preguntaron qué se estaba haciendo en el interior de las residencias de mayores. No fueron ni uno ni dos ni tres los que me contaban que llamaban insistentemente a las residencias sin poder hablar con el médico. Médicos que no acudían porque, trabajando para varios centros, estaban desbordados.
La situación era desesperante para unos y para otros. Y esa desesperación continúa a día de hoy. Se culpan de no haber hecho más. Pero ellos no podían hacer más de lo que hicieron. Porque quien lo podía hacer, no lo hizo.
Han pasado cuatro años. Y sigo sin tener respuestas para las miles de preguntas que me hacían cada día. Cuatro dolorosos y torturadores años. Y lo que se sabe es casi nada.