‘Frente a la dinámica de nuestro tiempo’; por Sergio Pedroviejo Acedo

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Cuentan las lenguas antiguas que hubo un tiempo donde la política no era un espectáculo obsceno. Tiempos donde el honor guiaba la conducta de los gobernantes. Tiempos en los que el bien común parecía perseguirse. Tiempos en los que las locuras narcisistas de quienes se jactaban de ser los más audaces conspiradores quedaban evidenciadas, denudadas y burladas ante los ojos de todos, tan sólo con las palabras que enunciaban la razón.

El cristal del tiempo, tan sólo parece que nos deja ver los episodios más brillantes y loables. Detrás de él se esconden espectáculos dantescos y lodazales de corrupción. Pero, la degradación de nuestro debate público así lo facilita. Cada día, nuestros gobernantes tocan cargar contra sus adversarios. Sus mejores militantes entonces desenfundan sus móviles y como alumnos del Dojo Cobra Kai siguen aquello de “golpear primero, golpear fuerte y sin piedad” para lanzar sus narrativas a la boca del estómago del rival tratando de dejarle sin respiración el tiempo suficiente para que la retaguardia pueda viralizar lo que califican de “zasca épico ”.

Cuando la política moderna comenzó. Izquierda y derecha combatían en torno a un ideal, la igualdad. Así nos explica Bobbio que mientras que la izquierda aspiraba a la igualdad material de todos los ciudadanos, la derecha lo negaba amparándose en la libertad económica que defendía como un bien a proteger. Ese debate, aunque tramposo, al menos propiciaba una discusión acerca de cómo obtenerla y qué políticas públicas debían seguirse. Es decir, que los políticos discutían acerca de cómo iba a ser su acción de gobierno. El eje de discusión, ahora, no trata de responder a qué hacer para comer, sino a quienes somos.

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Quienes antes se habían encuadrado en el ala izquierda, se escudriñan ahora el ombligo para verse como víctimas de un sin fin de opresiones. Así lo denuncia Mark Lilla. Todos víctimas de algo pero no se sabe exactamente el qué. Si vivimos en tiempos líquidos, como defiende Bauman, todo es relativo y “la identidad sólo puede definirse de un modo impreciso, espumoso, resbaladizo, acuoso, impreciso”, pero todos eso grupos difusos quedan unidos entorno a una única categoría común: la opresión sufrida que se imputa a la democracia liberal. Comienzan así reivindicaciones identitarias diseñadas para lograr su reconocimiento y adquirir un estatus hegemónicos dentro del marco social. Reivindicaciones que se nutren de agravios dialécticos, pero que no reclaman transformaciones tangibles y reales. Porque pretenden olvidar que una rosa con otro nombre seguirá oliendo a rosa.

Los compases tribales no sólo se dan allí. A la otra vera, se arremete contra la globalización reclamando las esencias de la nación soberana. El temor a perder las referencias culturales propias sirve de combustible para inflamar su sentido de pertenencia a la comunidad primordial de sus ancestros, ya sea esta la correspondiente a la identidad local, regional o nacional. También desde aquí los equilibrios y los procedimientos de la democracia liberal son vistos como una traición a las decisiones soberanas del pueblo. El nacionalismo propugna: “Si el poder de la nación así se reafirma, permítase que el pueblo se gobierne así mismo, aunque lo haga en contra de la propia ley.”

Hoy, parece que nos hayamos quedado solos. La escena de aquel Quijote derrotado, que reclamaba su identidad a gritos inútiles mientras era arrastrado, se repite. Aquí, susurrando en medio de la tormenta, hay quienes todavía intentan zafarse de los grilletes de la nostalgia que provoca el sueño de la España que pudo ser. Hay que rechazar que nos embutan en una etiqueta plana de un grupo uniforme formado por clones de clones, hechos mediante la fotocopia de un molde. La ciudadanía es mucho más compleja. Nos recuerda que somos individuos libres, dotados de dignidad por el mero hecho de serlo, no porque pertenezcamos a un u otro grupo social. La idea de fundamentar nuestra identidad en nuestra adscripción a grupos es irrisoria, en tanto y cuanto pertenecemos simultáneamente a un número ingente de ellos (como señala Amartya Sen). Los principios liberales, y la propia idea de ciudadanía, parecen arrodillarse cuando más hacían falta para reconstruir nuestros estados. Esperaremos junto a ellos, hasta que el viento vuelva a levantarse.

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