‘La pesadilla que se muerde la cola’; Aroa Díaz

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Siempre he tenido una duda: ¿Qué es la crisis de los 30? Bueno, mejor dicho, ¿qué era? Los últimos cambios en la economía han dejado claro que nada es lo que era ya.

El ahorro medio de los hogares ha saltado por las nubes, el paro juvenil aún se sostiene por encima del 25% por lo que la edad de emancipación media en España ha saltado hasta los 32,4 años y la natalidad ha caído en picado. Cada vez más casas acogen a 3 o 4 generaciones de una misma familia, y no por arraigo o sentimiento familiar, sino por mera supervivencia económica. Y me diréis, ¿qué tiene esto que ver con la crisis de los 30 años? Todo.

Para mi, la crisis de los 30 era darte cuenta de que no has cumplido uno de los grandes objetivos que te fijaste cuando tenías 18 años. Estos suelen ser básicos: haber formado tu propia familia y ser feliz con tu trabajo. Pero al cumplir los 30 me he dado cuenta de que esta crisis ahora va más allá.

Con suerte tienes un trabajo bien pagado con el que te has independizado, sin antidepresivos mediante. Pero los números dicen que la mayoría de los jóvenes cuentan con uno precario, temporal, que te ha permitido ahorrar para un alquiler o que, gracias a un pago extra inesperado o a los ahorros de tu pareja, has podido pagar la entrada de un piso.

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Hace tiempo se catalogó a los que habíamos salido al mercado de trabajo entre, aproximadamente, 2008 y 2015 como la generación perdida. En su momento los políticos se dieron golpes en el pecho negándose a dar por perdida toda una generación. Aquí seguimos.

Ahora, a la ya pobre situación económica que nos queda a los mileuristas (con suerte) que hacemos frente a esta escalada de precios, que arrancó mucho antes de la guerra, se le ha sumado el síndrome del impostor y la fatiga pandémica. “Creo que sigo en el confinamiento”, me confesaba un amigo mientras hablaba de la crisis que atraviesa; “estoy con las facturas al cuello y sin poder dormir”, me decía otra amiga. Pero sin duda la que mejor lo ha descrito es una compañera de universidad a través de su Twitter.

Ahora tengo la mejor situación laboral que ha tenido y, sin embargo, he llorado por angustia ante el futuro.
Porque veo un futuro tan difícil, tan terrible, tan oscuro… Y tan inmediato… Que todo me parece una pesadilla que no acabará jamás

@isavidal91

Sufrimos la crisis del 2008, el abuso de los contratos precarios de prácticas, la nueva burbuja de los precios de la vivienda, la falta de iniciativas de apoyo, el impulso a los (más) jóvenes (que nosotros), la expulsión de los estudios públicos por falta de dinero, la crisis del coronavirus y, ahora, la de la guerra. Un combo que ha hecho que no nos dé tiempo de levantarnos de una piedra para tropezar en otra.

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Llevamos soportando tirar del carro contra viento y marea desde entonces, algo que psicológicamente agota. Ahora, súmale que desde 2020 sentimos que hemos vuelto a cero, y que, ya sin fuerzas, tenemos que volver a tirar del carro con todo en contra.

Hay quien en este tiempo ha podido sobrevivir. (¡Claro! Si no estaríamos hablando de una gran crisis económica en España puesto que no habría suficientes trabajadores). Pero por pura supervivencia. Aceptar todo tipo de trabajos, incluso compaginar dos o tres, y no gastar más de lo obligado porque no sabes cuándo vendrán flacas (o cuándo dejarán de venir). Un caldo de cultivo en el que muchos se echan las manos a la cabeza por la baja natalidad… ¿de verdad creéis que el problema es que no queremos tener hijos?

Hemos tardado mucho en que los expertos confirmen que vivimos peor que nuestros padres, que no tenemos las mismas oportunidades. Algunos dirigentes lo arreglan todo con un “cheque bebé” o ayudas a la emancipación o pisos que prometen accesibles y luego no. Pero no. El problema está en la base. En los sueldos de base. Para los que no sufren esta realidad, solo somos números. Para los que no la tienen cerca, somos incluso unos llorones. Seguro que has oído (espero que no dicho) frases como: «Siempre hay trabajo pero no sabéis buscar» o «cámbiate de sector y encontrarás trabajo seguro».

Somos una generación a la que le prometisteis que con títulos universitarios y másters encontraríamos un gran trabajo que nos permitiría cumplir nuestro sueño. Es mentira. Y las consecuencias las sufre nuestra salud mental.

Hablando con mi psicóloga a la que he tenido que volver (lo poco que tengo, lo invierto bien), se quedaba de piedra con la autoflagelación que nos hacemos muchos por no haber conseguido los objetivos vitales a los 30, que el sistema nos ha impedido alcanzar. Y eso, señores, debilita. Y si mi salud mental está débil, mi cuerpo lo está, mi ánimo lo está, y mi rendimiento lo está. No somos unos llorones, pero tampoco máquinas. Somos unos luchadores que estamos agotados, pero cogeremos fuerzas para sobrevivir, porque se trata de nuestra vida y nuestra familia. Nuestro futuro.

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